Programa Universitario de Investigación sobre Riesgos Epidemiológicos y Emergentes

 

El ciudadano atento 

La disolución

Dr. Luis Muñoz Fernández 

Jorge Cano Cuesta, licenciado en Filología Clásica por la Universidad Complutense de Madrid, doctor en Filosofía por la Universidad Carlos III de Madrid e investigador postdoctoral en la Universitat Autònoma de Barcelona, prologa y traduce al español los Pensamientos y las Cartas de Marco Aurelio (121-180 d.C.) en una edición espléndida como es la costumbre de la Editorial Trotta.

En la introducción de esta obra, el doctor Cano imagina y relata de una manera a mi juicio muy bella la muerte del emperador: “El 17 de marzo de 180 el emperador Marco Aurelio Antonino salió de escena, soltó los hilos de la marioneta, se volvió insensible a las impresiones, abadonó el servicio de la carne, cesó su peregrinaje por tierra extanjera, se disolvieron los elementos que le constituían como ser vivo y se reintegraron en aquello que había sido la causa de su composición”.

Michel Onfray, filósofo francés, pensador a contracorriente de las tendencias dominantes, tanto morales, como religiosas y políticas, nos revela en Cosmos. Una ontología materialista la muerte de su padre:

“Mi padre murió en mis brazos, veinte minutos después de que comenzara la noche de Adviento, de pie, como un roble alcanzado por un rayo, que, golpeado por el destino, hubiera tolerado caer al fin, pero sin dejar de rehusarse. Lo tomé en mis brazos, desarraigado de la tierra que de pronto había abnadonado, y lo alcé como Eneas alzó a su padre al salir de Troya. Luego, lo senté contra un muro y entonces, cuando estuvo claro que ya no volvería en sí, lo acosté a lo largo del suelo como si lo extendiera en el lecho de la nada a la que parecía haberse unido sin darse cuenta”.

Me parece que lo que tememos de la muerte, incluso más que los dolores físicos y el sufrimiento psíquico que pueden precederla y acompañarla, es la disolución del yo, la desaparición de lo que somos… o de lo que suponemos que somos. El que esta mente consciente, es decir, que se percibe a sí misma como única e individual, se diluya en el silencio de la eternidad. El ya no ser.

Hay paliativos, claro, incluso algunos con fama de remedios infalibles, como la fe en un mundo ultraterreno a la que se acoge un número significativo de seres humanos. Muy pocos se acercan al umbral de la muerte con auténtica serenidad. Rodolfo Vázquez en su No echar de menos a Dios. Intinerario de un agnóstico, a quien ya hemos cítado anteriormente en este espacio, nos pone el ejemplo de Enrique Tierno Galván (1918-1986), sociólogo y político socialista español, al que califica de agnóstico sereno, incluso lúdico, conforme con la esencia finita de la existencia. Pero me temo que es un ejemplo más bien escaso. El instinto de aferrarse a la vida es poderosísimo.|

Algunos se mantienen firmes en su negativa del más allá, como cuentan del científico y premio nobel Jacques Lucien Monod (1910-1976), autor del famoso ensayo El azar y la necesidad. Melvin Cohn, su colega, señalaba que Monod hizo de su vida una cruzada contra toda metafísica religiosa anticientífica, ya fuera que proviniese de la Iglesia o del Estado. Sin embargo, parece que al final caló en él cierta amargura. Cohn nos revela una conversación que sostuvo con el sabio francés dos años antes de su muerte mientras paseaban por la playa. En esa ocasión, Monod le dijo: “La batalla contra esta ignorancia nunca podrá ser ganada.

Todo lo que uno puede hacer es morir sin tener a un sacerdote al pie de la cama”.

Todd May, filósofo estadounidense, se ha ocupado de este tema en La muerte. Una reflexión filosófica:

“Es por ello que la idea de una vida después de la muerte aporta cierto consuelo, por terribles que puedan ser sus consecuencias. En la mayoría de confesiones cristianas tambien hay, por supuesto, mecanismos que le permiten a uno evitar la peor de las posibilidades. Pero incluso en la peor de todas habrá algo que no se habrá perdido: nuestro propio yo. Aquello que la muerte amenaza con llevarse consigo permanece más o menos intacto”.

Con fe o sin ella, para la mayoría la incertidumbre de la propia disolución nunca desaparece.

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