El ciudadano atento
El pasado vuelve
Dr. Luis Muñoz Fernández
Leyendo algunas páginas de la autobiografía intelectual del filósofo y sociólogo francés Edgar Morin titulada Mis demonios, siento cierta nostalgia del siglo en el que nací. Esta biografía, escrita por un hombre que ha cumplido ya 102 años, es la de alguien que ha sido testigo de casi toda la historia del siglo XX. Un siglo en el que, salvo su última década, los seres humanos vivíamos en un mundo exclusivamente analógico. No es que fuese una época mejor que la actual, basta recordar las dos Guerras Mundiales y el Holocausto, entre otros muchos conflictos igual de sanguinarios, pero fue el siglo en el que yo nací y empecé a vivir, en el que recibí las primeras impresiones del medio ambiente y en el que se sentaron las bases de mi educación personal y profesional.
¿Son fieles las memorias de Edgar Morin? Él mismo se lo cuestiona cuando dice:
“Sé que la percepción de un acontecimiento puede comportar selección de lo que parece principal, ocultación u olvido de lo que molesta, y sé que el recuerdo puede alterar gravemente lo que rememora… Sé que la mirada del presente retroactúa siempre sobre el pasado histórico o biográfico que examina. Sé que nadie está al abrigo de mentirse a sí mismo”.
Hay un párrafo que despertó mi añoranza y que me hizo indentificarme con Morin que, como es sabido, proviene de una familia de judíos sefardíes:
“¿Qué me enseñó mi familia? Me enseñó el Mediterráneo, la afición al aceite de oliva, la berenjena, el arroz con habichuelas blancas, las albóndigas de cordero aromatizadas, los salmonetes, el hojaldre de queso o de espinacas. Todos esos ingredientes que mis antepasados incorporaron en España, en la Toscana, en Salónica, se convirtieron en mis alimentos matrices en París, donde nací y crecí”.
Aunque yo no tengo las raíces judías de Morin ¬–si bien una amiga que es judía askenazi asegura que por mi apellido y mi afición a la lectura debo descender de judíos serfardíes–, comparto con él la influencia de los ingredientes y alimentos que menciona, propios de los habitantes de la cuenca del Mediterráneo. Igual que relata Edgar Morin, la sola evocación de esos elementos gastronómicos me traslada a mi infancia y al entorno familiar en el que crecí. Por las mismas razones, me siento igualmente identificado con la letra de la famosa canción Mediterráneo de Joan Manuel Serrat.
David Abulafia, profesor emérito de Historia del Mediterráneo en la Universidad de Cambridge, nos dice que este es un mar con muchos nombres:
«Conocido en inglés y en las lenguas romances como el mar “entre las tierras”, el Mediterráneo recibe y ha recibido siempre muchos nombres: los romanos lo llamaban “Nuestro Mar” (Mare Nostrum), los turcos, “mar Blanco” (Akdeniz), los judíos, “Gran Mar” (Yam gadol), los alemanes, “Mar de en medio” (Mittelmeer), y los antiguos egipcios le daban el más dudoso nombre de “Gran Verde».
Es un lugar común reconocer que conforme uno se hace mayor, los recuerdos remotos se tornan mucho más frecuentes que los recientes. Algunos de esos recuerdos reaparecen súbitamente, sin un estímulo identificable, mientras que otros emergen después de escuchar un sonido, olfatear un aroma o recibir una llamada.
Eso me acaba de pasar. Desperté con unos mensajes en mi teléfono escritos por una conocida que me solicitaba permiso para darle mi número telefónico a una prima a la que no he vuelto a ver desde que salí de España. Había sabido de ella esporádicamente gracias a alguna noticia recogida por mi hermano en uno de sus viajes a nuestra tierra natal. Pero hoy, al recibir los mensajes de la prima y luego escuchar su voz en mensajes grabados, vino de súbito a mi mente el recuerdo de aquellos veranos pasados en su casa, donde disfruté de algunas de las vacaciones más felices de mi vida, agasajado por sus padres y hermanos con gran generosidad y cariño. La comida deliciosa que preparaba mi tía y las pequeñas aventuras en pleno campo del niño que fui. El pasado vuelve.
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