El ciudadano atento
Luz y oscuridad
Dr. Luis Muñoz Fernández
“Cada lugar tiene su luz. Pero la luz no sólo se percibe por los ojos. Se nota en el aire que se respira y en la tierra que se pisa. En los olores y en el silencio. Lo homogéneo carece de luz. El espacio abstracto carece de luz. Los grandes pasillos de trasiego masificado tampoco la tienen. ¿Por qué cada lugar tiene su luz? Pues porque además de la que viene de arriba, hay otra que fulgura en la cosa misma. La luz de las cosas.
La vida humana es afín a los lugares. Y esto por la sencilla razón de que el ser humano es un ser situado. No es una esencia a partir de la cual se establecen una serie de relaciones (no es alguien aterrizado aquí, viniendo de no se sabe dónde), sino alguien esencialmente vinculado con las cosas, con los lugares y, sobre todo, con los demás. Alguien, inimaginable sin esos vínculos.
Sí, cada lugar tiene su luz”.
Estas son palabras del filósofo Josep Maria Esquirol, presentes en su último libro La escuela del alma. De la forma de educar a la forma de vivir. Me hicieron recordar las varias ocasiones en las que mi colega, amigo y hermano Reynaldo Falcón Escobedo me invitó a la Facultad de Medicina de la Universidad Autónoma de San Luis Potosí, ya fuese para asistir o participar en algún seminario, o bien honrándome para impartir alguna conferencia a los futuros médicos o en el seno de la augusta Sociedad Potosina de Estudios Médicos, selecta agrupación profesional que se reúne cada semana desde hace más de siete décadas.
Apenas traspasaba el umbral de la Facultad de Medicina, me embargaba una sensación de seriedad, de profunda devoción al saber, acentuada tanto por las señoriales y sobrias instalaciones, como por la circunspección de los alumnos, sabedores de que forman parte de una de las escuelas médicas de mayor prestigio en nuestro país. No olvido tampoco que en una de aquellas visitas pude saludar brevemente a la doctora Beatriz J. Velásquez Castillo, legendaria directora de la Facultad, a quien encontré no en una oficina administrativa como podría esperarse, sino trabajando en el laboratorio, haciendo experimentos. Toda una declaración de intenciones: la vocación ante todo.
Aunque todo ello son sensaciones y, por tanto, experiencias subjetivas cuestionables y sujetas a verificación independiente, pienso que deben ser contadas las escuelas de medicina en las que se respira ese ambiente. Algo emana de esas instituciones y de un puñado de hospitales escuela que les imprime una especial distinción. No es esa la sensación que he percibido en visitas recientes a otras escuelas de medicina donde, por el contrario, se respira un ambiente preparatoriano, casi pueril, con jóvenes aspirantes a médicos a quienes todo les parece festivo, incluso la gravedad de los hallazgos que se discuten y descubren en una sesión anatomoclínica. Pareciese que cualquier intervención de uno o una de ellos, que debiera reflejar la incertidumbre, la dificultad para alcanzar la verdad, una dura prueba a la que son sometidas su capacidad de deducción y la solidez de sus conocimientos, es motivo de gran júbilo manifestado a través grititos, porras y aplausos entusiastas, más propios de un espectáculo deportivo o de un concierto de uno de los cantantes de moda, que de un acto académico.
Muchos deben ser los factores que han llevado a esa superficialidad, a la frivolidad que parece irrevocablemente instalada entre nosotros. Pienso que puede deberse a la falta de verdaderos modelos médicos, a la renuncia a ejercer la propia inteligencia y a la ignorancia supina de la larga y accidentada historia de la medicina, en cuyo altar se han sacrificado a tantos seres humanos, médicos y pacientes, para llegar hoy a una profesión que, pese a sus espectaculares avances en el diagnóstico y tratamiento de las enfermedades, no deja de constatar todos los días sus limitaciones y saborear con amargura transitoria las derrotas que le siguen propinando el dolor y la muerte.
Hoy, quienes pudieran inspirar a esa juventud parecen ausentes o son ignorados. Asistimos al nacimiento de un mundo nuevo, sin pasado ni tradición, en el que todo será recreado.
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