Programa Universitario de Investigación sobre Riesgos Epidemiológicos y Emergentes

 

El ciudadano atento 

Somos un cuerpo

Dr. Luis Muñoz Fernández 

Ciertas ideas, instiladas desde la más tierna infancia y reforzadas después desde el púlpito, son francamente desafortunadas, cuando no perjudiciales. Una de ellas es que los seres humanos somos en principio etéreos, intangibles, obligados a habitar un cuerpo mortal que, además, es corruptible y corruptor, pues en él residen las tenciones de la carne. De ahí aquello de que los tres grandes enemigos del alma son el diablo el mundo y la carne. Dichas ideas, llevadas al extremo de mortificar la materia, ya sea con el cilicio o con la negación y privación de sus naturales instintos para someterla a la doctrina, es fuente de sufrimientos y aberraciones que ahora ya son del conocimiento público.

En Occidente nuestro cuerpo es el referente de la identidad individual. Sin embargo, no en todas las culturas es así. El doctor Francisco González Crussí, patólogo pediatra y escritor de fama internacional, hombre de una curiosidad y una cultura ilimitadas, ha escrito varios ensayos acerca de nuestras ideas sobre el cuerpo. En el titulado De los modos de ver el cuerpo nos cuenta de los kanaks, aborígenes de Nueva Caledonia, en el océano Pacífico Sur, para quienes el cuerpo carece de fronteras precisas que lo separen de la naturaleza circundante. Así, su palabra kara denomina indistintamente tanto a la piel como a la corteza de los árboles y usan la misma palabra para refierirse a los músculos y a la pulpa de los frutos. El esqueleto y la parte central endurecida de los troncos de los árboles también se nombran con un mismo vocablo. Remata diciendo que “el individuo, como tal, no existe en las llamadas sociedades ‘preliterales’, anteriormente denominadas ‘primitivas’.

El cuerpo humano, sin ser la cúspide de la perfección evolutiva que afirman algunos, ni el reflejo de la perfección divina que imaginan los creyentes, es admirable por su complejidad y belleza –más allá de los kilos que pese¬– y merece nuestra atención, nuestra curiosidad, nuestro cuidado y también nuestro respeto. Quienes hemos tenido la oportunidad de disecarlo y asomarnos a su interior, sabemos que alberga misterios que sorprenden y las pruebas de que la enfermedad es capaz de transgredir sus límites a tal grado que puede volverlo irreconocible e incapaz de mantenerse vivo.

Desde luego que nuestra mirada está matizada por lo que sabemos, por nuestra cultura. Por lo tanto, lo que vemos en él puede ser muy distinto de lo que son capaces de percibir quienes lo miran con otros ojos. El propio Dr. González Crussí ejemplifica este punto con el caso de la monja italiana Clara de Montefalco, que murió en olor de santidad en 1308. Sus hermanas en Cristo, buscando los signos de su santidad, le hicieron la autopsia y, ¡oh!, maravilladas descubrieron al abrir su corazón un “nervio” con la forma de la cruz en la que murió Cristo. Y no sólo eso, sino algo parecido al látigo con el que había sido azotado el Nazareno. De ahí que alborozadas comprobasen lo que se decía de Santa Clara: aquella bendita hermana “llevaba a nuestro Señor Jesucristo Crucificado en el corazón”. Con el escepticismo del científico, el doctor González Crussí nos explica que lo que vieron las hermanas fue una trabécula carnosa del miocardio y las cuerdas tendinosas de las válvulas cardíacas. Son dos miradas distintas del mismo objeto: la mirada de la fe y la mirada científica del anatomista.

Por fortuna, hoy revaloramos aquellas ideas que nos reconcilian con nuestro cuerpo. La filosofía de Epicuro, el hedonismo, mal comprendida y degradada a una vulgar y egoísta búsqueda del placer, empieza a parecernos hoy mucho más atractiva, porque implica una reconciliación con nuestra naturaleza corporal, material, como fuente de la felicidad que todos buscamos en la vida. Poco se conserva de lo que escribió. Su pensamiento y modelo de vida han llegado a nosotros casi únicamente a través de fuentes secundarias:

“La carne concibe los límites del placer como ilimitados, y querría un tiempo ilimitado para procurárselos. Pero la mente, que ha comprendido el razonamiento sobre la finalidad y el límite de la carne, y que ha disuelto los temores ante la eternidad, nos consigue una vida pefecta. Y para nada necesitamos ya un tiempo infinito”. Sabias palabras las de Epicuro

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