Programa Universitario de Investigación sobre Riesgos Epidemiológicos y Emergentes

 

El ciudadano atento 

Terraplanistas

Dr. Luis Muñoz Fernández 

Me topé por casualidad con un texto de Mary Oliver (1935-2019), poeta estadounidense ganadora del Premio Nacional del Libro y el Premio Pulitzer de poesía. El texto es el siguiente:

“Quizá la idea de una Tierra plana no sea un recuerdo tribal o arquetípico, sino algo mucho más remoto: memoria del zorro, memoria del gusano, memoria del liquen.

El recuerdo de saltar o arrastrarse o avanzar, raicilla a raicilla, por la planicie del todo.
Percibir el mundo como entidad redonda requería algo más –¡erguirse!–, algo que aún no había sucedido.
¡Qué familia tan salvaje! Zorro y jirafa y facóquero, por supuesto, pero también: cuerpos como hebras diminutas, cuerpos como hojas y flores. ¡Espartina, helecho navideño, liquen del soldado británico! Y aquí llega el saltamontes, todo patas y rodillas y ojos, sobre las montañitas de polvo.

Cuando veo al grillo negro en la pila de leña, en otoño, no lo asusto. Y cuando veo el liquen pastando sobre la roca, lo acaricio con ternura,
primo querido”.

La primera sensación tras haberlo leído es la de la comunión con el resto de los seres vivos, incluso los de más modesta apariencia como los líquenes. La vida urbana nos anestesia, nos insensibiliza, y es difícil que en el seno de las ciudades percibamos esa conexión. Además, dicen que el aburrimiento, esa pandemia silenciosa del urbanita contemporáneo, es un síntoma que nos alerta de que la relación con el entorno está dañada.

Pero creo encontrar una segunda lectura en el texto de Mary Oliver: ciertas creencias sin base racional, como las de los terraplanistas, o las de los antivacunas, están ancladas profundamente en la biología de nuestra especie. Provienen de condiciones antiquísimas de la vida prehumana que nos precedió, escondidas en instantes lejanos de nuestra historia evolutiva. Por eso no pueden ser combatidas con la razón –esa adquisición relativamente reciente– y mucho menos extirpadas. Son como el cáncer: una versión modificada y extraordinariamente tenaz de nosotros mismos.

Experimentamos un profundo desánimo cuando discutimos infructuosamente sobre temas controvertidos –la muerte médicamente asistida, por ejemplo– con los líquenes que alguna vez fuimos. No hay manera. Lo que para nosotros tiene una claridad meridiana, es oscuro y amenazador para quien se aferra, incluso sin estar consciente, a ese giro de la arqueocorteza que guarda todas las alarmas que conjuran las amenazas a la supervivencia de la especie: “Creced, multiplicaos, llenad la tierra y sometedla”. Son como la almeja que, según Mary Oliver, “al percibir la presencia de nuestras manos o la cercanía de la púa de hierro, se hunde más en la arena”.

El miedo, y el que nos causa una idea nueva que nos resulta extraña no es la excepción, hunde sus raíces en lo más profundo y antiguo de nuestra psique. Bernat Castany describe sus efectos con estas palabras:

“Cuando suena la alarma, nos resulta imposible elaborar una razonamiento claro y concluyente. En lugar de evaluar la situación con lucidez, giramos obsesivamente en torno a algunas ideas que no logran encadenarse de forma coherente. De esta actividad errática sólo surgen pensamientos inútiles e inhabilitantes. Nuestra razón es, como el caballo, un animal fuerte y noble, pero también muy asustadizo. Un gigante con pies de barro que se encabrita y descontrola cuando a cualquier perrito le da por ladrar y saltar a su alrededor”. Por fortuna, la razón, sobre todo si es compartida por un número cada vez mayor de personas, puede imponerse y anular la sinrazón, pero no es fácil y no hay garantía de que así suceda. No nos queda sino convencer al terraplanista de que se yerga y constate por sí mismo que la Tierra no es tan plana como creía.

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