El ciudadano atento
Viajes, mutaciones y reencuentros
Dr. Luis Muñoz Fernández
¿El viajar ilustra? Depende de varios factores, pero especialmente del viajero. Tal vez el secreto no sea tanto el que uno se atiborre anticipadamente de información sobre los lugares que piensa visitar, sino del haber trabajado durante años una mirada y una sensibilidad personales que nos permitan acceder a las perlas preciosas que se esconden a lo largo del viaje, sólo asequibles para quienes están espiritualmente preparados y son capaces de ser transformados por ellas, renunciando incluso a las más queridas convicciones y creencias, al modo de ver el mundo y de entender la vida. Viajar para seguir siendo el mismo de siempre o, peor, para reafirmarse en los propios prejuicios de raza, religión, nacionalidad, orientación sexual, cultura y clase social es un desperdicio.
De Ourense fuimos a Santiago de Compostela. La pesadez arquiectónica de su imponente Catedral contrasta con la ebullición de sus calles y plazas y, sobre todo, con la vivacidad del ambiente de su Mercado de Abastos, donde la frescura e inigualable sabor de sus mariscos y cefalópodos son capaces de resucitar al apóstol Santiago, hijo de Zebedeo, y a sus dos discípulos, Atanasio y Teodoro. Antes de que eso llegue a suceder, visitamos la cripta del Sancti Iacobi Gloriosum.
Dejamos Galicia para llegar a Oviedo, capital del Principado de Asturias. Sólo un prolongado paseo por su umbrío y fresco Campo de San Francisco nos permitió aligerar la carga del pote asturiano y del imponente cachopo de vacuno mayor regados con la tradicional sidra que habíamos degustado un rato antes. Partimos hacia Cantabria un poco tristes, a sabiendas de que no podríamos visitar la Neocueva de Altamira por ser el día en el que permanecía cerrada al público. En Santander, frente a la playa de El Sardinero, nos extasiamos con la contemplación del Mar Cantábrico. Los frutos de sus frías aguas y el tierno lechazo (cordero lechal) nos hicieron las delicias y restauraron nuestra alegría.
Gran expectativa nos producía conocer por vez primera el País Vasco. En Bilbao respiramos a la vez modernidad y tradición, con edificaciones en las que predomina el ladrillo rojo que nos hicieron recordar ciertas viviendas londinenses. Nos impresionó el Museo Guggenheim, tanto su contenido como el edificio y todo el entorno en el que fue construido junto a la orilla del Nervión. El parque de Doña Casilda acoge a niños y ancianos, protege a aquellos de la frecuente lluvia con juegos a cubierto y cuida de estos que pueden hacer ejercicio con pedales tipo bicicleta sentados en una banca. El letrero de un estacionamiento público con cajones para discapacitados lanza una advertencia: “Si me quitas la plaza (el espacio del cajón), quédate con mi discapacidad”.
Tras un veloz recorrido entre montes y bosques, llegamos a San Sebastián, ciudad hermosa situada en la desembocadura del Urumea. Su playa de La Concha es un primor señorial y la vecina playa de Ondarreta nos atrajo para contemplar el complejo escultórico El Peine del Viento XV, de Eduardo Chillida, azotado por el fuerte oleaje de ese día nublado y ventoso. Tanto Bilbao como San Sebastián nos ofrecieron verdaderos manjares del mar y la tierra, los deliciosos “pintxos” y otras delicias del establecimiento donostiarra “Ganbara jatetxea” (“restaurante El Desván”).
Madrid, la cereza del pastel. No sólo por sus calles, plazas, parques, monumentos, restaurantes, tiendas y museos, sino por un reencuentro muy anhelado que se apegó a una idea de Michel Onfray en su Teoría del viaje. Poética de la geografía:
“¿Cómo elegir un lugar?... De nuevo se impone ahí el determinismo genealógico. No se escogen los lugares predilectos, se es requerido por ellos”.
Y a nosotros nos requirieron en la plaza Mayor, junto a la estatua ecuestre de Felipe III, el maravilloso matrimonio de mi prima Clara y su esposo, el primo Miguel, a quienes conocimos primero tras la muerte de mi madre en 2009. Una pareja que tres días después celebraría su cuadrágesimo sexto aniversario de boda. Pese a ser una parte de nuestra familia a la que hemos conocido desde hace poco, nos une a ellos un gran cariño. Amor que de ellos irradia de una manera tan natural que es imposible no sentirse privilegiado de ser sus parientes. Pasamos una tarde deliciosa juntos paseando y compartiendo los postres. Regresamos a casa dos días después.
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