El ciudadano atento
SESTEAR (segunda parte)
Dr. Luis Muñoz Fernández
Miguel Ángel Hernández, escritor, historiador del arte y profesor en la Universidad de Murcia, ha escrito un ensayo titulado El don de la siesta. Notas sobre el cuerpo, la casa y el tiempo, redactado durante el encierro de la pandemia. Respecto al subtítulo, nos dice:
“El tiempo: la siesta como interrupción, como intervalo necesario para frenar, aunque sea por un instante, el ritmo continuo, acelerado y capitalizado de la experiencia cotidiana. La siesta como regalo, como don, como evento excesivo capaz de fracturar la lógica productiva.
El cuerpo: la siesta como reencuentro con nuestra biología, en estos días que tomamos conciencia de la fragilidad de nuestro organismo…
La casa: la siesta como hogar, como refugio interior”.
Luego nos cuenta lo que sentíamos de niños cuando llegaba la sagrada hora de la siesta. Para nosotros era una tortura tener que esperar en aquellos meses estivales de sol rutilante y fiero a que nuestros mayores volvieran a la vida restaurados tras el descanso obligatorio:
“Recuerdo los veranos. La casa se oscurecía y me prohibían salir a molestar a los vecinos. Las persianas se bajaban y el volumen del televisor se reducía al mínimo, apenas un rumor. Era un momento sagrado que aún no comprendía. Uno de esos misterios de la infancia que uno sólo logra entender con el tiempo. La siesta de los mayores. Esa especie de letargo enigmático que poseía a los adultos…
Yo no podía –no quería– dormir, pero la casa dormía. Y también dormía el exterior. La huerta, la calle, el pueblo, la ciudad. Porque en la siesta no sólo duerme la gente. Duermen también las cosas… Duermen las cosas y, sin embargo, yo no dormía. Era un niño y quería salir a la calle. Simplemente esperaba.
Esperaba a que acabase ese tiempo detenido”.
Esta incomprensión del niño ante la siesta de los adultos la expresa también la escritora alemana Andrea Köhler en El tiempo regalado. Un ensayo sobre la espera, en el que dedica un capítulo a la siesta titulado Una pausa en el día: la hora de Pan:
“De niños solíamos odiar la honorable institución del sueño a la hora del cénit. Además, percibíamos algo amenazador en el hecho de que los padres durmiesen en pleno día. Aquello auguraba un tiempo plomizo aun cuando brillase el sol en toda su magnificencia. Sobre las habitaciones flotaba, paralizante, la orden de no hacer ruido, y la espera se transformaba en una pétrea inmovilidad”.
En aras de la productividad, se nos arrebata la administración y disfrute de nuestro tiempo libre. Así lo señala Köhler: “Hoy las pausas del ajetreo diurno suelen hacerse en gimnasios y spas, donde la ‘relajación’ entra en el pack wellness pensado para reconstituir a la mano de obra. Pero sólo cuando la ociosidad bascula hacia ese estado que los antiguos llamaban holganza, el intervalo deja de ser un respiro en medio de un proceso laboral –que por tanto le pertenecería– para convertirse en tiempo libre, una ganancia neta de nuestra existencia”.
Como dignos herederos de las culturas meridionales, superemos el sentido peyorativo de la siesta, ese que la equipara a una manifestación de la haraganería. Retomemos a Thierry Paquot y El arte de la siesta: “La siesta funciona aquí como metáfora, adquiere otro sentido y no designa ya tan sólo el acto de dormirse o amodorrarse a mitad de la jornada, sino la capacidad para ser dueño de su propio empleo del tiempo, para no saldarlo sometiéndolo al tiempo impuesto por ‘la’ sociedad… Por eso la siesta es un acto de resistencia, una toma de posición, una política”.
Sesteadores del mundo, ¡unámonos!
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