Programa Universitario de Investigación sobre Riesgos Epidemiológicos y Emergentes

 

El ciudadano atento 

Memorias

Dr. Luis Muñoz Fernández 

Hace poco escuchaba sobre las virtudes de la educación en el Japón, entre las cuales estaba el respeto a las personas ancianas porque son una reserva de experiencia y sabiduría. Desde luego que no será siempre así, pues hay ancianos necios, ignorantes y malintencionados. Ya lo decía Cervantes: “No se escribe con las canas, sino con el entendimiento”. Sin embargo, creo que el simple hecho de perdurar en el tiempo, independientemente de la actitud del provecto o la provecta, es digno de respeto.

Nuestros recuerdos viajan en un vehículo hecho de partes entrelazadas y a veces indisociables: palabras, sonidos, aromas, sabores y texturas. Por eso al leer la última columna sabatina de Ana Iris Simón en El País, que se titula Un viejo y un crío son como un Jano bifronte, en la que destaca la importancia de las historias para explicar y comprender el mundo, un par de palabras en gallego resonaron en mi cabeza pronunciadas por mi abuelo Luis, nacido en una pequeña aldea de la provincia de Ourense, en aquella subestimada tierra de mis antepasados maternos. El párrafo que las contiene es el siguiente:

“Otra a la que le gustan las historias y de la que me acordé con mi niño dormido al lado es Fina, su bisabuela paterna. Una tarde se pasó el viaje entero de Espandariz a Lugo describiendo cómo era el paisaje cuando ella era cría, contándonos la historia de la Olivita, que era «un pouco retrasadiña» pero se encargaba de cuidar la casa del cura y lo hacía muy bien, y narrándonos las gestas de su abuelo, que era serrador”.

«Un poco retrasadita». En palabras de hoy, apegadas a la corrección política, «con capacidades diferentes». Al pronunciarlo en gallego, como lo hacía mi abuelo, caigo en la cuenta de que a mi alrededor solamente yo puedo apreciar el sonido musical de aquel idioma, similar al portugués, pero mucho más dulce. Musical y dulce, entiéndase “cantarín”.

Y vuelvo a advertir que en mi infancia, hablar de subnormales (retrasados mentales) era normal, y que recolectar limosnas en la escuela cada Domund (el Domingo Mundial de las Misiones) en alcancías –“huchas”, decíamos entonces– que tenían la forma de la cabeza de un chino, de un negro y de un indígena piel cobriza, no escandalizaba a nadie. Los usos cambian con el tiempo y haremos bien en adoptarlos cuando eso signifique un verdadero avance, un progreso moral, la superación de un prejuicio muy arraigado o la reparación de una injusticia secular.

Ana Iris Simón es una periodista nacida en un pueblo de la Mancha que no es el Toboso, sino Campo de Criptana, un nombre campanudo para una comunidad que justo si llega a los 14 mil habitantes y en la que se yerguen aquellos molinos que todos relacionamos con los que embistió Don Quijote creyendo que eran gigantes. Como escritora, su ópera prima se titula Feria y está escrita con el lenguaje del pueblo llano que vive en la comunidad autónoma de Castilla-La Mancha. El libro es delicioso y lo prologa un tal Pablo Und Destruktion, artista musical que nos dice lo siguiente:

“En este libro hay un respeto devocional por los currantes [los trabajadores], la justicia y la nobleza manchega equiparable a la baturra [la aragonesa], aunque más underground [clandestina]. Lo que no hay es paciencia para con las monsergas y los fariseísmos, más que nada por su sutil empeño en dar la tabarra a las nuevas generaciones para que se comporten”.

Ana Iris Simón escribe con una sinceridad que me recuerda aquella rudeza ibérica en el habla que a mí se me ha ido quitando –no del todo, como luego me hacen saber– al convivir cotidianamente con la exquisita educación de los mexicanos, que pasan de puntillas sobre los asuntos más escabrosos casi sin hacer ruido y, sobre todo, sin levantar polvo. El libro está cuajado de expresiones pintorescas que me recuerdan a las que le escuchaba a mi Yaya (mi abuela, en catalán), que no recuerdo bien si había nacido en la provincia de Guadalajara (la española) o en Alcalá de Henares, donde cuatrocientos años antes había nacido el mismísimo Cervantes. Y ahora que caigo en esa laguna de la memoria, ¿a quién le pregunto si no me queda nadie por aquí que lo sepa con certeza?

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