El ciudadano atento
Rugir de tripas
Dr. Luis Muñoz Fernández
De niño no creo haber probado el “café-café”, que así llamaban en la España de mi infancia al auténtico café. En la década de los sesenta y primera mitad de los setenta del siglo pasado, en mi casa se consumía un sucedáneo del café llamado malta, hecho a base de cebada tostada. Lo bebíamos caliente (con leche o solo), o frío, como un precursor del moderno cold brew. Era probablemente el último vestigio de “los años del hambre”, en los que murieron por inanición unos 200 mil españoles.
Por fortuna para mí, nací después de aquella época infausta que estudian los antropólogos David Conde Caballero y Lorenzo Mariano Juárez, expertos en las culturas del hambre. Ambos han escrito una obra titulada Las recetas del hambre. La comida de los años de la posguerra, prologada magistralmente por la periodista, historiadora, divulgadora e investigadora de la historia de la alimentación Ana Vega Pérez de Arlucea, quien nos recuerda aquella frase de la segunda parte del Quijote:
“La mejor salsa del mundo es la hambre, y como esta no falta a los pobres, siempre comen con gusto”.
El libro hace referencia al cocinero catalán y escritor de obras gastronómicas Ignasi Domènech Puigcercós (1874-1956), discípulo del gran chef francés Auguste Escoffier, el creador de la cocina moderna. Domènech fue autor de un libro que quiso enseñar a los pobres españoles de la posguerra como mis padres, abuelos y tíos a cocinar con lo poco, muy poco, que se podía conseguir y a usar sucedáneos que al menos recordasen los sabores de los auténticos ingredientes de aquellos platos de la cocina popular española. Según Ana Vega, libros como el de Domènech han servido “para abrir los ojos a los lectores acerca de un tiempo oscuro en el que la cocina no fue un templo del placer, sino un penoso laboratorio”.
En Las recetas del hambre podemos leer:
“Los conocidos como ‘años del hambre’ en España se refieren, de manera general, a los días que transcurrieron entre ese lejano decreto de 1939 [el del racionamiento de los alimentos] y la derogación de este en 1952. Tras los años de ruido y desolación, el tiempo de posguerra arrancaba entre silencio y temor por el porvenir”.
En esta obra se refieren a “las interminables colas para recoger un pedazo de pan, o un litro de aceite, con la incertidumbre de si, en esa ocasión, llegarían las provisiones hasta tu lugar o te volverías a casa con las manos vacías y el alma rota”. ¡Cuántas vivencias así le oí contar a mi madre!
El hambre aguzó el ingenio de las amas de casa, que no sólo nutrieron a los suyos con lo que tenían a mano, sino que lo hicieron disimulando el sabor de aquellos ingredientes sustitutos –hierbas del campo, animales silvestres, gatos (de ahí lo de “gato por liebre”), perros, burros, etc.– que con frecuencia no eran agradables al paladar. Así por ejemplo, Domènech inventó una receta de tortilla de patatas (la famosa tortilla española) sin papas y sin huevo:
“Para conseguir el sucedáneo de huevos se ponen unas gotas de aceite, cuatro cucharadas de harina, diez de agua, una de bicarbonato, una pizca de pimienta molida, sal al gusto y una pizca de colorante artificial cuyo cometido es suministrar el tono a la yema. Se bate todo hasta convertirlo en una crema bastante líquida, similar a la de los huevos batidos. Ahora se le añaden las peladuras de naranja [lascas de la parte blanca de la cáscara de la naranja que se habían puesto previamente en remojo] convenientemente escurridas, se mezcla y se hace en la sartén como una tortilla de patata…”.
David Conde y Lorenzo Mariano nos recuerdan que “el empeño por sobrevivir está hecho de resistencia y dignidad y merece ser puesto en valor, no olvidado por vergüenza”.
Por eso he escrito todo esto, para que no se me olvide. Porque el tesón de mis mayores por vencer el hambre y la miseria fue lo que a mí me permitió no padecerlas nunca. Su espíritu sufrido e indomable fue el de aquel peón que le dijo al capataz que lo amenzaba con el despido si no regresaba al tajo: “En mi hambre mando yo”.
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