Programa Universitario de Investigación sobre Riesgos Epidemiológicos y Emergentes

 

El ciudadano atento 

¿Aceptación o conformismo?

Dr. Luis Muñoz Fernández 

Parece que el tema de la inteligencia artificial (IA) me persigue. Ha de ser por la atracción que se da entre los polos opuestos, ocupando yo el de la torpeza natural. Sin negar mi interés en ella, me he visto obligado a adentrarme en la materia para poder opinar sin decir demasiadas tonterías. Un asunto que, sin duda, está de moda, sobre todo a partir de la aparición hacia finales del 2022 del famoso ChatGPT, un modelo de lenguaje basado en la IA que promete ser la solución a varias de nuestras muy humanas limitaciones.

No se trata de un milagro ni de un hecho aislado. Su origen se remonta al antiguo deseo del ser humano de aumentar sus capacidades, de transformarse en algo mucho mejor que lo que siempre ha sido mediante el uso de artefactos que le permitan no sólo superarse a sí mismo, sino pasar a una nueva etapa de la evolución de su especie. Evolución que hace tiempo que dejó de ser meramente biológica para ir más rápido gracias a recursos culturales creados e implementados por el propio Homo sapiens. Junto con la biotecnología (principalmente la edición del genoma) y la biónica, la IA forma parte de esas tecnologías llamadas disruptivas porque entrañan el potencial de cambiar para siempre nuestra concepción del mundo y de nosotros mismos.

Queremos modificar nuestro cuerpo para dotarlo mediante dispositivos artificiales de mayores potencias que, según Antonio Diéguez, catedrático de Lógica y Filosofía de la Ciencia en la Universidad de Málaga, pueden ser físicas (fortaleza, resistencia a enfermedades, longevidad), mentales (inteligencia, nuevos sentidos y capacidades perceptivas, intensificación de la experiencia sobre el mundo, nuevas sensaciones placenteras, mayor bienestar), emocionales (fortaleza de ánimo, resistencia a las depresiones, estabilidad, potenciación de emociones placenteras y disminución de las perturbadoras) y morales (mejor juicio moral, empatía reforzada, mayor motivación para la acción, prudencia acentuada). Pasar de humanos a transhumanos, y de estos a posthumanos.

Me siento avasallado por la fuerza arrebatadora de esta rápida sucesión de novedades que se anuncian un día sí y el otro también. Es como si me tomaran de la mano y me llevaran a rastras hacia un objetivo que no puedo adivinar, al menos no todavía, que no conozco. No voy, me empujan. Troto (dada mi edad, es a lo más que llego) acompañado de voces interesadas que me susurran que es por mi bien, que es el futuro ineludible y feliz al que todos nos dirigimos. Y para contrarrestrar ese canto de sirenas, me repito a mí mismo “no sé, no sé”. Pienso que si recito ese mantra lo suficiente y me convenzo de mi propia ignorancia, tal vez me salve de un peligro cuyo rostro solamente intuyo.

Tras más de seis décadas de tener el mismo cuerpo, me he encariñado con él. Ahora que ya empieza a acusar los achaques del tiempo y a pagar el precio de respirar oxígeno, lo veo con profunda simpatía y, aunque no sé si sea el templo del Espíritu Santo como afirmaba Pablo de Tarso, me gusta con todo y sus evidentes defectos. En pocas palabras: salvo que enferme gravemente, pienso quedarme con él tal como está. Un poco en el sentido de tranquila conformidad que mi querido y admirado amigo Rodolfo Vázquez le atribuye al sereno agnosticismo de Enrique Tierno Galván, catedrático de filosofía y exalcalde de Madrid:

“Para el «viejo profesor» el agnóstico se instala en la mundanidad, y nada existe fuera de la finitud: ni la trascendencia, ni la inmortalidad. Lo material y lo inmaterial se conciben sólo en el horizonte de lo finito. Pero muy lejos de una suerte de nihilismo, el mundo se manifiesta ante el agnóstico en toda su plenitud”.

Hoy la secular fe religiosa está siendo reemplazada por la fe en la tecnología que se está convirtiendo en una tecnolatría cuyos fervorosos fieles son cada día más numerosos. Teniendo claro que el uso de la tecnología puede ser deseable para curar, en estos momentos no estoy convencido de sus virtudes para mejorar a nuestra especie. Me declaro agnóstico ante sus promesas de redención y vida eterna. Me gustaría morirme así de imperfecto. Me basta con ser humano. ¿Me habré aceptado como soy o estaré pecando de conformista?

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