El ciudadano atento
Leer a los que escriben
(primera parte)
Dr. Luis Muñoz Fernández
No me refiero tanto aquí a leer los libros de los escritores, sino a la feliz costumbre de leer las columnas periódicas de los que ya admiramos como autores de obras que nos han gustado
mucho. Que un periódico tenga en la nómina no sólo a periodistas, sino a escritores consagrados me parece una gran idea de la que he obtenido numerosas enseñanzas, tanto en lo que se refiere a la forma de escribir, como a los conceptos que vierten en sus pequeños ensayos. Leerlos me resulta, además de instructivo, sumamente placentero.
Algunos se me han vuelto lectura semanal obligada. Son el caso de Antonio Muñoz Molina (1956) y de Fernando Aramburu (1959), ambos premiados en múltiples ocasiones por su obra escrita. El primero es andaluz de Úbeda (Jaén), vive entre Madrid y Nueva York, donde dirigió el Instituto Cervantes, y obtuvo el Premio Príncipe de Asturias de las Letras en 2013. El segundo es
vasco, específicamente donostiarra, vive en Hannover, Alemania, donde enseñó español a hijos de inmigrantes, para luego dedicarse de tiempo completo a la literatura. Una de sus novelas, Patria (2016), que trata sobre el terrorismo etarra en el País Vasco, alcanzó gran fama, se convirtió en una serie televisiva y le hizo ganador del Premio Nacional de la Crítica ese mismo año y del Nacional de Narrativa al año siguiente.
Su presencia en la prensa obedece también a un compromiso social. Yo diría que cumple con un deber que todo escritor de ficción debería honrar arriesgándose a expresar sus opiniones
sobre los temas que nos afectan a todos, no sólo mediante los personajes de sus novelas, sino en primera persona. Eso además nos permite conocerlos mejor y aquilatar la congruencia que hay entre su vida y su literatura. Creo que con ello aprendemos también a ser mejores ciudadanos. Tengo para mí que la cultura no debe ser solamente motivo de goce estético y ejercicio del intelecto, sino
herramienta de lucha para intentar incidir en nuestra triste realidad social, bisturí que diseque, pinche y corte para drenar el exudado purulento de la corrupción y la mentira hoy enquistadas y entronizadas.
Tanto en España como aquí, la arena política se ha vuelto un espectáculo de descalificaciones, a veces expresadas de una manera soez, incluso en las tribunas parlamentarias, lejos, muy lejos, del lenguaje institucional al que deberían ajustarse nuestros representantes en el momento de expresar sus diferencias. En su última colaboración en el periódico El País, titulada La
cara de vergüenza, Antonio Muñoz Molina hace referencia a este fenómeno:
“Es el aire de farsa lo que más me ofendía cuando seguí en directo este miércoles la llamada ‘sesión de control’ en el Congreso de los Diputados. Me impuse el deber desagradable de prestar
plena atención y de verla en la pantalla, para fijarme no solo en las voces, sino también en las expresiones de las caras, y en esos gestos de asentimiento servil de los que aplauden desde el
graderío, muy echados hacia adelante, como para ver más de cerca y jalear con más ruido la faena en la plaza. Es un espectáculo tan bajo que degrada a quien lo contempla, y no sólo al que participa en él…
En vez de arrojarse basura los unos a los otros, y de dejar convertido el Parlamento en un ruedo de inmundicias, podrían llegar a un gran acuerdo para limitar de una vez por todas el poder
arbitrario de los cargos políticos en las administraciones, su facilidad de tomar graves decisiones o aprobar gastos sin un riguroso control técnico, de contratar a capricho asesores sin cualificación comprobada y sin otro mérito que el parentesco o la adhesión clientelar…
Estaría bien que al entrar en el hemiciclo alguien les confiscara a todos ellos sus arsenales de palabras. Y que en algún momento se les cayera la cara de vergüenza”.
Suena bastante familiar, ¿no? Eso es criticar con una precisión y elegancia que no restan ni un ápice a la implacabilidad que se merecen aquellos a quienes elegimos mediante el voto.
A Fernando Aramburu nos refereriremos la próxima semana, porque sus expresiones merecen disfrutarse con la sorpresa que depara el probar un vino cuyo sabor nos resulta
especialmente bueno, que nos recuerda la riqueza gustativa de nuestra herencia compartida: el
idioma español.
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