Programa Universitario de Investigación sobre Riesgos Epidemiológicos y Emergentes

 

El ciudadano atento 

Yo tampoco

Dr. Luis Muñoz Fernández 

Con esas dos palabras respondería yo al título del último libro de Juan Villoro, No soy un robot (Anagrama, 2024), ensayo que según su autor, se publicó primero en España y llegó a México hará poco más de un mes debido a los insondables mecanismos que rigen el mercado editorial. Su subtítulo, La lectura y la sociedad digital, es ya una declaración de intenciones, sobre todo para alguien como el que esto escribe, aficionado inveterado a la lectura que ha decidido anteponer un ojo crítico y no rendir la plaza incondicionalmente a la avalancha tecnológica que todo lo inunda.

Villoro hace acopio de variadas fuentes y de su propia experiencia para brindarnos una especie de crónica en la que reflexiona sobre los cambios que la digitalización rampante empieza a introducir en la sociedad y lo hace desde el punto de vista de un testigo y usuario, trazando un paralelismo con lo que pudo haber sucedido cuando se introdujo la imprenta en el siglo XV. Una idea central de la obra es esperanzadora y tiene que ver con las islas. Ante la creciente fragmentación del conocimiento –cita a George Steiner: “los expertos saben cada vez más de cada vez menos”– la lectura puede ser el vínculo que integre las islas dispersas del conocimiento especializado en un archipiélago con sentido. No nos extraña. Villoro se confiesa lector y reconoce que escribe este libro “en el umbral de lo posthumano”, al borde de una transformación que pretende cambiar y mejorar el rostro de nuestra especie. Es casi un recordatorio de lo fuimos para las generaciones que en el futuro serán asimiladas por la realidad virtual en la que habrán nacido.

Juan Villoro hace un recorrido por los medios de comunicación antes de la revolución tecnológica actual. Contiene pasajes llenos de nostalgia, como cuando habla de la radio que, en las pequeñas comunidades rurales, era el único medio por el que sus habitantes podían enterarse del acontecer el mundo y, sobre todo, escuchar el informe metereológico y tomar previsiones sobre las cosechas y el ganado. Cuenta la anécdota de un periodista catalán que, recorriendo en coche Uruguay antes del GPS, se quedó sin gasolina en medio de la nada: “descubrió con asombro que incluso un país pequeño puede estar inmensamente vacío”. Por suerte encontró una granja, tocó la puerta, alguien se asomó por la ventana y prometió abrirle. Sin embargo, tardó más de lo esperado “porque debía escuchar primero el parte del día”, tenía una cita imprescindible con la radio so pena de perder alguna información vital. En compensación, el granjero no sólo le ofreció gasolina, sino cena y alojamiento.

El relato especialmente emocionante es el del teniente coronel Stanislav Petrov durante las tensiones entre Rusia y los Estados Unidos. Petrov estaba a cargo del sistema de alerta temprana nuclear. El 26 de septiembre de 1983 el sistema entró en alarma. Un satélite soviético había detectado el lanzamiento de varios misiles nucleares desde los Estados Unidos con dirección a Rusia. Las fuentes de información de Petrov (la computadora que analizaba los datos satelitales, las imágenes de la estratósfera y los radares) ofrecían datos contradictorios. Lo más confiable eran los radares, pero detectarían los misiles demasiado tarde. ¿Debía informar a sus superiores para que respondiesen al ataque estadounidense con la misma contundencia? Eso implicaría de entrada unos 750 millones de muertos y 340 millones de heridos graves. Con una sangre fría fincada en la lógica y cierta desconfianza hacia sus instrumentos, Petrov consideró que todo era una falsa alarma. Poco después, lo que intuyó lo confirmaron los radares: el cielo estaba despejado. La computadora había interpretado mal los datos del satélite, confundiendo los reflejos del sol con misiles.

Dudo mucho que ante un hecho similar hoy se hubiese impuesto una prudencia como la de Stanislav Petrov. Estamos en un momento distinto. Nuestra confianza en las computadoras es tal que les concedemos no sólo la superioridad sobre la mente humana, sino la capacidad de enunciar la verdad. La soberanía del dato y el algoritmo para definir una realidad que antes sólo alcanzábamos a adivinar a través de la espesa niebla que rodea a nuestra imperfecta condición humana. Pese a ello, declaro sin titubeos que no, que yo tampoco soy un robot.

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